Barcelona.- Hace más de dos décadas que Juan Luis Guerra nos enseñó a situar la bachata en el mapa de carreteras de la música latina, al igual que hizo Carlos Vives con el vallenato, y su figura de cantautor tres en uno, bailable, romántico y comprometido, propició, en aquellos primeros años 90, sonados llenos en la Monumental y el Palau Sant Jordi. La enfermedad y la crisis mística, con conversión evangélica, enfriaron su carrera, pero poco a poco ha recuperado el pulso. Ahora es mucho más que el ídolo de moda de entonces: anoche, en ese Sant Jordi que tan buenos recuerdos puede traerle, se mostró como un clásico de la canción tropical, con éxitos atemporales y un consistente nuevo disco, Todo tiene su hora.
Un trabajo bien acogido por el público, que quizá explica la notable convocatoria de anoche, unas 12.000 personas, casi el doble de las que acudieron a verle en su anterior visita en el mismo local, siete años atrás. Se volcaron en un concierto con contornos de superproducción: tres pantallas de vídeo como fondo y otras dos flanqueando el escenario, equipo de luces más destinado a realzar y excitar que a insinuar y, lo más importante, una concurrida banda, la nueva versión de su formación de siempre, 4.40, con ración extra de percusiones, metales y coros.
ELOGIO DEL MATRIMONIO / Guerra salió de una cabina de teléfono, fotogénico anacronismo, para abordar la primera canción, Cookies and cream, de su último disco, que desliza versos con inquietud social. «El horno no está pa’ galleticas… ¿Dónde está el por ciento de la educación?». Primer tramo de canciones con material moderno (La travesía, La llave de mi corazón) y un temprano asalto a su hito Ojalá que llueva café, oda a la prosperidad e invitación al baile. Mi bendición la dedicó a los matrimonios de largo recorrido. «Ya tengo 31 años de casado», confesó el cantante, que el mes pasado cumplió 58, antes de ponerse lapidario. «El que ama a su esposa se ama a sí mismo», sentenció. Luego preguntó al público su procedencia y, a juzgar por el volumen de la respuesta, los latinoamericanos eran una voluminosa minoría en la que destacaron, por este orden, dominicanos, venezolanos y colombianos.
El repertorio de Guerra da para mucho, y baladas y merengues se alternaron con un intenso tramo salsero y una secuencia más recogida, acústica. Nexo en común: el apego familiar, ya que Dime Nora mía, caliente y tropical, está inspirada en su señora esposa, y la intimista Muchachita Linda la dedicó a su «querida hija Paulina». El destinatario de Para ti fue, en cambio, inmaterial. «La dedico a Jesús, mi señor y salvador». No parece haber líneas fronterizas entre la obra religiosa de Guerra y la más terrenal, y temáticas y dedicatorias se cruzan con naturalidad.
ECOS DE BEACH BOYS / La crítica social volvió a aflorar en la popular El costo de la vida, arrolladora, pero las canciones recientes también calaron, como la sensible Tus besos, una curiosa bachata con armonías vocales que pueden hacer pensar en los primeros Beach Boys, y la pieza que da título al último disco. Ahí, Guerra se tomó un respiro y hubo exhibición de baile de sus músicos («el paso del capitán») y dilatados solos de los percusionistas con acento afrolatino.
La estrella regresó para retomar el ritmo allá donde estaba, agitando el Sant Jordi con Visa para un sueño, La guagua y El Niágara en bicicleta. Al cantar De Moca a París se metió en la cabina de teléfono para establecer una comunicación intercontinental desde la localidad dominicana. Merengue non stop y, de ahí, a otro de sus trofeos, La bilirrubina, éxito del verano de 1991. La sala, patas arriba, y aquel balanceo sincronizado de brazos en la pista y las gradas que un ingenioso realizador televisivo bautizó una vez como «efecto fideuá». El clásico album Bachata rosa alimentó también los bises con A pedir su mano y la canción que le dio título, aunque esta sonó reducida a su fragmento central (coreado por el público a todo pulmón), como parte de un medley de sensibles bachatas que incorporó citas a piezas de su era más clásica, como Estrellitas y duendes, Hormiguita y la célebre Burbujas de amor, con aquella imagen metafórica de la nariz que husmea en la pecera con húmedas finalidades, inspirada, según reconoció Guerra, en un pasaje de Rayuela, de Cortázar.
El Juan Luis Guerra más romántico y libidinoso, que contrastó con la canción que eligió para despedirse, Las avispas, en la que dirigió su mirada a las alturas. «Tengo un Dios admirado en los cielos / que me libra de mal y temores / Es mi roca y mi gran fortaleza», informó sobre una sabrosona base caribeña. Así es este Guerra de madurez, capaz de casar espíritu y materia, y de hacer de ello una fiesta.
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